No he podido escoger peor día para comenzar a leer un buen libro, y es que precisamente ayer tenía revisión en Badajoz, con el oftalmólogo (el médico de los ojos de toda la vida) a las cinco de la tarde. Y cómo no, me llevé la novela recién empezada a la consulta porque había previsto el largo tiempo de espera típico que hay en todas las salas de espera típicas (sean para lo que sean). Cuando empecé a leer me di cuenta de que había tanta gente a mi alrededor que podía pasar un rato curioso y ameno observando los rostros y gestos de los demás disimuladamente (como era la costumbre) o simplemente charlando con mi hermano, pero no, decidí concentrarme en las páginas de la novela que ahora tocaban después de las leídas horas antes en el coche y en casa. No tardé en plantearme mi decisión, ya que al mismo tiempo empecé a sentir inquietud por escuchar una conversación entre mis padres y una tía segunda, una tía segunda de esas que aparecen un día en una sala de espera y que no conocías, pero te alegras de conocerla y la saludas amablemente.
Hasta ahí todo bien para mí; sigo leyendo, con los típicos despistes que le ocurren a uno cuando lee un libro en silencio y está escuchando hablar a 3 personas justo en frente. A continuación pasó algo que yo odio (no sé si vosotros): estar embelesado y entretenido en una cosa y de repente oír tu nombre sabiendo que debes hacer caso. Por lo que dejé el marcapáginas en medio de dos hojas, aunque daba la casualidad de que no había terminado ninguna de las dos páginas (típico también), aun así puse el marcador entre las dos.
Entro, pues, a una habitación, pongo la cabeza en varios aparatos, cierro un ojo, abro otro, miro para un lado, miro para otro y finalmente paso a otra sala donde la señorita que me había atendido me echa una gota en cada ojo de algo que escuece un poco al principio. Al salir de la sala a la otra sala, la de espera, todavía secándome las lágrimas producidas por el líquido me siento y me acoplo en la conversación de mis padres, me adentro tanto que se me olvida el libro. Esta vez tengo a mi madre al lado y es al mirarla cuando la veo borrosa cayendo así en la cuenta de las gotas. También a mi madre le ocurría lo mismo, alejándome pude ver sus pupilas dilatadas. Llegó mi hermano de la sala de las gotas y sí, igual. Maldije las dichosas gotas por impedirme ver con claridad todo aquello que no se encontrara a más de medio metro de mis ojos, así es; no podía leer una novela a esa distancia de mis ojos (esto sí lo puede probar cualquiera). Este último momento de espera a la siguiente llamada lo dediqué a enredar intentando verme las pupilas en el espejo del cuarto de baño, leer cualquier cosa que estuviera a mi alcance, ver la cara de mi hermano emborronada como una foto mal hecha, aunque lo más curioso y molesto ocurrió después de que nos examinara por última vez el oftalmólogo y me dijera que tenía bien la vista y que cuidara la conjuntivitis: al salir de la clínica la luz me cegaba más que nunca y todo lo que era blanco o claro reflejaba la luz de tal manera que mi hermano, mi madre y yo caminábamos con los ojos casi cerrados (¡menuda estampa contemplaría mi padre!), en ese momento me vino a la cabeza el Mito de la caverna de Platón y cómo debería sentirse el hombre recién desencadenado y deslumbrado por la luz del Sol.
Este es el final de la historia: mi padre, que tiene miopía, al salir nos comentó que desearía tener la visión de alguno de nosotros tres (a ninguno después de la revisión nos han puesto gafas), y fue él mismo quien nos trajo de vuelta a casa en el coche, con sus gafas puestas como siempre, por supuesto.
A quien le haya resultado corriente esta entrada que no se preocupe, es porque es así. Me despido deseándoos unas felices vacaciones (quien las tenga) o simplemente que seáis felices siendo personas corrientes y con un pequeño fragmento de la novela que me dejó casi incrédulo y asombrado pero que volví a leer al final del día con una sonrisa (en verdad no sé por qué), la novela la empecé ayer por la mañana y me encargaré de terminarla este mismo verano:
"Con frecuencia las personas, incluso las peores, son más inocentes, más simples de lo que pensamos. Y por otra parte, nosotros también". (F. Dostoievsky)